La crisis de conceptos — La verdad como norte

By 25 de junio de 2012febrero 13th, 2017Acepción logosófica de las palabras

 

El ser humano, además del más avanzado de cuantos se conocen y pueblan la Creación, es el más curioso y el más lleno de vueltas; el más curioso porque constantemente varían sus características y también sus pensamientos; el más lleno de vueltas, quizá por aquello de que el mundo siempre está dando vueltas alrededor de un eje imaginario.

Cuando algo le resulta interesante, asigna a ese algo un valor, una estima, según el grado de interés despertado en él; pero tan pronto pierde ese interés, le quita todo el valor asignado; y esto lo hace con las cosas, con las amistades, con los parientes y hasta consigo mismo. Se ha observado, a través de mucho tiempo y en muchas partes, a personas que en ciertos momentos se calificaron de muy inteligentes, y en otros, de brutos; vale decir, que según su actuación, el hombre se juzga a sí mismo de un modo o de otro: si acierta, es inteligente y aparece ante sus semejantes como con traje de etiqueta; si se equivoca, y además observa que su equivocación ha sido visible, se siente avergonzado, y para justificarse, en una actitud de poca compasión para consigo mismo, se llama torpe. Recuerdo que en una ocasión dije a alguien que hacía mal en llamarse así porque no tenía ningún derecho a humillar al inocente que llevaba dentro, por cuanto el causante de su error había sido, sin lugar a dudas, un pensamiento, al que habría bastado eliminar para eliminar también al pequeño bruto que tenía en su mente.

Bien; con la verdad sucede otro tanto. Los individuos y los pueblos palparon la verdad en la realidad de las cosas que la Creación puso frente a su juicio; así, fué verdad el comprobar la propia existencia, y fué, asimismo, verdad, el comprobar la existencia de todos los demás. Esto enseñó a los seres humanos a vivir en la verdad, y a través de ella, a comunicarse con sus semejantes; mas como de todo se cansa el hombre, se cansó también de la verdad y entonces comenzó su descenso, al buscar en la tergiversación de las cosas, la justificación del falseamiento de la verdad, lo que dio lugar a la era del engaño, de la mistificación y del desvío.

Cada uno fué dando de este modo una nueva forma y un nuevo nombre a las cosas; cada uno pretendió llevar a los demás al convencimiento de las ventajas que esto le reportaba, y así, tanto los individuos como los pueblos, fueron engañándose mutuamente en sus relaciones y en sus pactos. Pero este engaño se extendió más allá todavía: cambiáronse las expresiones para el entendimiento de lo que hasta ese momento constituía la base de toda paz; surgieron nuevos conceptos sobre las cosas, o mejor aún, seudoconceptos, y la verdad, antes natural en la convivencia humana, se fué tornando dura e inexorable frente a los que la habían desvirtuado. El hombre, en lugar de corregirse, buscó la defensa en la tergiversación. Esto que digo viene de lejos, causa por la cual se hace cada día más impostergable y necesario volver a los verdaderos conceptos de las cosas y a la fuente de donde nacen todos los principios.

Hoy estamos asistiendo a una crisis de conceptos, a una crisis mental, en la que, o retornan los hombres a la realidad y toman por norte la verdad, o se pierden en el torbellino a que conduce el engaño y al que les será sumamente difícil escapar si no se sienten muy firmes para luchar y defenderse de los lazos que éste tiende para amarrar y limitar al ser.

Los hombres quieren tener buena fe, y, ciertamente, en muchos casos la tienen, pero tropiezan con que esa buena fe es sorprendida por el engaño. Sobreviene, entonces, la reacción, y con frecuencia, para no dañar, comienzan por engañarse a sí mismos pensando que ese engaño no daña, y así, sin darse cuenta, unos y otros entran en la corriente que los lleva hacia la perdición.

Hemos visto que en los hombres como en los pueblos, acontecen idénticas cosas, y que cuando esa buena fe es defraudada, la naturaleza humana reacciona en defensa de su integridad, trátese de hombres o de pueblos. De modo que hoy, frente a las duras lecciones recibidas, la humanidad, si quiere salvarse, tendrá que adoptar una sola posición y defenderla con todas las fuerzas de que disponga: retornar a la verdad por el camino de la razón, de la conciencia y de la realidad. Y todo aquello que pretenda atentar contra esa trilogía en que ha de basarse la confianza en el futuro, deberá ser contrarrestado enérgicamente, rápidamente, como si cada uno experimentara la sensación de que el puñal traidor está cerca de su corazón.

He aquí el dilema actual entre los pueblos del mundo entero: o se abraza la verdad como emblema de la confianza universal o se abdica para siempre a cuantas prerrogativas puedan tenerse. Pienso que los demás intereses o problemas son secundarios y que esto es lo que debe ser encarado antes que nada y resuelto con miras a que no vuelva a ser alterado jamás.

Es necesario que el ser humano comprenda de una vez por todas, que las ambiciones y el error a nada conducen como no sea a la desgracia, y que en el plano de las altas discusiones, donde están en juego la paz de los hombres, la civilización y la vida de todos, debe enarbolarse sin tergiversación alguna la bandera inmaculada de la verdad, que ha de defenderse desde todo punto y en todos sus aspectos. Que cada palabra que se pronuncie sea un fragmento de esa verdad, por cuanto de no ser así las discusiones serán mezquinas y egoístas, y no habrá, como toda la humanidad espera, grandeza en las palabras, nobleza en las intenciones y pureza en los anhelos individuales y colectivos.

Quién, sino alguien que está por encima de todos los hombres, ha enseñado esta verdad: Cuando los pueblos viven en armonía y en paz, jamás discute nadie el pedazo de tierra donde cada uno camina o se detiene para descansar o edificar su casa, y por todas partes halla corazones amigos y brazos abiertos. ¿Por qué, entonces, ha de tiznarse tanto esa verdad, que en vez de brazos abiertos se encuentran en todo momento puños cerrados y corazones envueltos en odios y en rencores? ¿Acaso por habitar en la tierra, es el hombre su dueño absoluto? ¡Si su propiedad dura tan sólo un instante! Hay muchos lugares en ella donde el hombre puede vivir, y leguas y leguas puede éste recorrer sin encontrar a nadie que se lo prohíba. ¿Por qué, pues, en pequeñas áreas agrupadas, como especies inferiores, se restringen los derechos y se consume la existencia, como si allí, en esos míseros espacios de tierra, debiera el hombre pagar con la vida la insensatez a que fué llevado por alejarse de la verdad? ¿Son los seres humanos semejantes entre sí o existe entre ellos una especie oculta que pretendiendo ser superior, trata de reducir a la esclavitud a los que no saben pensar lo que significa la libertad para el espíritu, la libertad para el corazón y la libertad para la vida? ¿Advertirán todos las dificultades enormes que obstaculizan la labor de los hombres que quieren la paz, que quieren el orden y que no saben cómo encontrar la palanca misteriosa que ha de mover a los que anquilosados en el mal, aún se empeñan por que la gran máquina del mundo siga retrocediendo en vez de avanzar?

La lección de esta última guerra parece no haber sido suficiente, a juzgar por los entorpecimientos que van surgiendo, pues si persiste en sorprender la buena fe de los que confiaron y confían en Dios. Es deber de todos, sin excepción alguna, contribuir a la formación de grandes cadenas de opiniones sanas, fuertes y nobles, que extendiéndose por el mundo lleguen a tiempo para eliminar a las que aún siguen levantando la tea de la destrucción. Es necesario que pensamientos fuertes, vigorosos, sean lanzados a la lucha contra el mal, para vencerlo antes que ese mal busque nuevamente exterminar más vidas humanas. Y si cada uno lleva a sus semejantes esta palabra y les advierte los peligros que otra vez se ciernen sobre el mundo amenazando su paz y su felicidad, habrá de contribuir en mucho para detener el desvarío de los que sólo tienen en sus mentes pensamientos obsesionantes, y que nada entienden, como no sea cuanto satisfaga a sus ambiciones.

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Dije ayer, y lo dije también hace tiempo, que se ha llegado a este estado de cosas porque los hombres dejaron de pensar y confiaron en el pensamiento de sus semejantes; como todos hicieron lo mismo, esa confianza fué defraudada, y, al final, nadie hizo nada.

Siempre que se discuten problemas, cualesquiera sea su índole, el que menos piensa es el que pierde, porque recoge la semilla, buena o mala, de aquel que pensando un poquito más, bien o mal, logró que se aceptara esa semilla. ¿Dónde está el juicio, dónde está la razón para discernir, para discriminar el contenido o la potencia que podría encerrar esa semilla?

Todo esto lleva, indiscutiblemente, a la convicción de que el hombre debe prepararse mental, física y moralmente para las contingencias que puedan sobrevenir, y saber que cuando su mente no piensa le está conduciendo a la desgracia y a la muerte. Si al cruzar una calle miramos atentamente hacia uno u otro lado para ver si viene algún vehículo y nos detenemos para evitar que se nos atropelle, ¿por qué no hacemos lo mismo en el plano mental, donde constantemente estamos actuando? ¿Por qué no accionamos allí en igual forma, manteniendo esa vigilancia, ese espíritu de conservación que en ese momento da a la vida un valor, puesto que de lo contrario pasaríamos por la calle sin mirar qué podría atropellarnos?

Quiere decir, pues, que a cada paso algo puede estar atentando contra nuestra vida, lo que es muy cierto. Y nadie piense que ello es una fatalidad o que el vehículo que mata a alguien ha sido enviado por un enemigo; no, nada de eso. Todo cuanto atenta constantemente contra la vida del hombre, es hecho por la Providencia para mantenerlo despierto, para que sepa cuidar esa vida; para que sepa ser dueño de lo que le fué dado en propiedad, y sepa también disfrutar de la gloria si logra sobrevivir a las amenazas y a los ataques de toda índole. Este es el mérito de aquel que atravesando calles y caminos evitó que lo atropellara un vehículo; que pasando por todos los ambientes evitó contaminarse, y que llegando al final de sus días pudo conservar intacto su cuerpo, y digo lo mismo de su patrimonio moral y espiritual. Para ello le fué dado al hombre la inteligencia; para ello, la razón; para ello, los pensamientos con los cuales auxiliarse a cada instante.

He ahí el genio de quien creó el Universo: dar todo, pero exigir todo para que ese todo sea salvaguardado de la destrucción.

Ved, entonces, el porqué de tantas desdichas, de tantas desgracias, de tantas amarguras, y ved cuánta razón tenía al deciros que había que ser consciente en todos los instantes, para que esa conciencia sea, en realidad, el ángel protector, el que hasta sin pensarlo, nos haga doblar la cabeza para mirar lo que puede poner en peligro nuestra vida; y el que en todo momento, aun estando distraídos, nos haga reaccionar frente a la proximidad de un atentado contra nuestra tranquilidad, nuestra paz o nuestra vida. Para ello la Logosofia enseña a evolucionar conscientemente, porque es la única forma, y no existe otra, de lograr la verdadera integridad; de conocer el verdadero valor de la existencia.

Así, pues, los seres humanos individualmente, o los pueblos, deben siempre mantener alerta la mirada y la mente para preservar sus propias vidas de cuanto pretenda destruirlas. Mas, la vida de los hombres como la de los pueblos, no sólo se destruye violentamente; también se destruye gradualmente cuando no hay defensas contra todos esos atentados que instante tras instante están acechando al hombre, que cae vencido por la incapacidad para defenderse, o sale ileso y triunfa si sabe mirar a tiempo y neutralizar el mal que se le aproxima.

El resultado de esta crisis mundial que señalo, está a la vista de todos: nadie usó de los recursos que tenía para defender y preservar lo que le fué dado en propiedad, y el mal, avanzando, penetró por todas las puertas, como penetran las epidemias, aunque no se las vea, y hacen estragos por donde pasan.

El mundo vive desde hace ya unos años, a merced de los pensamientos que fueron encarnándose en las mentes. Se halla entregado a una lucha mental en la que están empeñados todos los valores humanos: o vence al mal, eliminando los pensamientos que lo alientan, extirpándolos de raíz, o terminarán ellos con las mentes y las vidas de los hombres.

No hay otra alternativa que la defensa, por todos los medios posibles, del pensamiento que sustenta esta entrañable verdad que acabo de exponer. Y es de anhelar que cada día surjan por todas partes mentes que comprendan y se alisten en esta cruzada contra las fuerzas que están queriendo llevar a la humanidad al exterminio.

Es necesario buscar el bien por el bien mismo y abanderarse en la verdad para que ella proteja y dé aliento en todas las luchas. Es necesario que vuelva a presidir el mundo esa verdad, para que la comprensión de todos sea un hecho real y no una falsedad; que haya nobleza en las palabras y en los hechos, y, sobre todo, que exista por lo menos un rasgo de gratitud para quien, pese a todas las desviaciones humanas, continuamente está brindando una oportunidad para rehabilitar al que se ha llamado, sin serlo, rey de la Creación.

Pensadlo bien y profundamente, que no son horas éstas para vivir en el descuido o en la indiferencia; son horas de reflexión porque son las horas más álgidas que ha vivido la humanidad.